Una mirada desde la filosofía de Julia Kristeva
Catalina Ammaturo es probablemente una de las artistas más interesantes de la escena actual argentina desde el punto de vista del rol que construye al momento de comunicar y fomentar una identidad muy marcada. Se pueden encontrar ecos de esa sensibilidad en artistas internacionales como Lana del Rey o Fiona Apple, pero, en el contexto local, era una posición que se encontraba vacía hasta la aparición de Catalina.
Es curioso pensar desde dónde se construye el personaje de Catalina en Chica Violeta, un disco que moldea con minuciosidad una figura sensible, abatida, enojada, perdida, pero —por sobre todas las cosas— con mucho para decir y reflexionar interiormente.
Para realizar este análisis, elegimos a la filósofa Julia Kristeva, formada en París durante los años 60, influenciada por el grupo de Tel Quel (Barthes, Derrida, Foucault, Sollers). Esa influencia se ve reflejada en su obra, donde se entrecruzan la lingüística estructural, el psicoanálisis lacaniano y la filosofía postestructuralista. Sin embargo, su enfoque central es el lenguaje como territorio donde se configura el sujeto. Pero no cualquier lenguaje: Kristeva se enfoca especialmente en el lenguaje poético, pre-consciente, pulsional, lo que ella llama el orden semiótico. Este orden está vinculado al cuerpo, al ritmo, a la musicalidad previa a la estructura lógica y simbólica del lenguaje articulado.
En una de sus obras más destacadas, Sol negro, Kristeva se detiene en la melancolía y en la pérdida del lenguaje. Propone una diferencia fundamental entre el duelo —proceso en el que una sabe qué ha perdido— y la melancolía, donde la pérdida es oscura, inidentificable, sin nombre. La angustia melancólica genera una fractura con el lenguaje: no existen palabras para expresar lo que se siente, porque ni siquiera una sabe con claridad por lo que está pasando. Sin embargo, es justamente esa falta de lenguaje lo que empuja a buscar formas artísticas para canalizar la melancolía: poesía, pintura, performance, música.
Volviendo a Catalina, la teoría del sol negro puede rastrearse en varias dimensiones de su obra. En primer lugar, la elección del color violeta como emblema del disco ya marca un tono claro. El violeta es un color cargado de ambigüedad: se lo asocia tanto con el misterio, la sensualidad y el romance como con la fatalidad, el luto o la tristeza. Esa polaridad está presente a lo largo de Chica Violeta, y ya desde el punto de partida nos ubica en un universo emocional difuso, entre la belleza y el dolor.
Esa ambivalencia del violeta también se plasma en la portada del álbum, donde las figuras no terminan de delinearse, están desdibujadas, sin bordes definidos. Ese gesto visual puede leerse como una imagen de la melancolía kristeviana: un dolor inefable, sin objeto preciso, una identidad sin forma clara, que se diluye en su propio malestar.
En esa misma línea de la melancolía sin nombre, la producción sonora del disco refuerza la sensación de confusión y desborde. Guitarras con reverb, efectos difusos, capas sonoras que se superponen sin distinguir con nitidez los instrumentos. Incluso los coros de Catalina se funden con el resto de la mezcla, conformando una atmósfera más que una narrativa. Kristeva plantea que en la melancolía el lenguaje se fragmenta, y que entre el sentir y el decir hay una grieta difícil de transitar. En ese vacío, el cuerpo y su expresividad toman la posta: el arte se convierte en vocero del dolor.
Ahí entra en juego la voz de Catalina, que no se limita a cantar palabras, sino que respira, susurra, se desliza entre frases. Su expresividad no está en el discurso, sino en la cadencia, el ritmo, la gestualidad. Esto nos lleva de nuevo al orden semiótico de Kristeva: ese plano pre-verbal en el que el cuerpo se manifiesta como lenguaje, donde el significado no se articula conceptualmente, pero se siente, se encarna.
Kristeva plantea además que sublimar la melancolía a través del arte implica una operación compleja: hay que hacer habitable ese vacío interno, construir una forma simbólica a partir del derrumbe. Edificar en la angustia un espacio donde pueda aparecer una identidad sensible, aunque fragmentaria. Y es ahí donde, en mi opinión, radica la mayor virtud de Catalina: su angustia se siente completamente propia, íntima, pero también compartible. Logra poner una lupa sobre sí misma, examinarse, y darnos acceso a una vida llena de melancolías sin nombre, pero que reconocemos de inmediato. No hace falta saber de dónde vienen para sentirnos identificadxs.
En conclusión, Chica Violeta se percibe como cigarrillos sin terminar, habitaciones desordenadas y botellas medio vacías. Pero también como un ejercicio alquímico: una forma de transformar la melancolía en introspección, y de habitar los procesos afectivos sin exigir un control total y consciente sobre lo que sentimos. Catalina nos recuerda que no siempre hay que ponerle nombre al dolor, pero sí podemos darle forma, ritmo, imagen. Kristeva estaría orgullosa.