Ayer nos despedimos de un artista que musicalizó largas décadas de polaridades y enfrentamientos. Propulsor acérrimo del neo soul, dio una nueva interpretación a cómo defender las raíces. Sus posicionamientos políticos se filtraban por debajo de la alfombra, de forma elegante y letal. Parecía entender que la defensa de su gente pasaba por la resignificación de sus sonidos. Si bien no se diría que Voodoo (2000) es un disco político en sí mismo —como lo sería Black Messiah (2014)—, el primero esconde, en la elección de sus sonoridades, una exclamación política: no olvidar ni dar el brazo a torcer. Hay una decisión cuidada en la gente que rodea al disco de principio a fin, que indudablemente legitima su carácter político y social. Pero arranquemos por el principio.
D’Angelo nació en 1974, en Richmond, Virginia, en el corazón de una iglesia pentecostal donde el sonido era fe antes que estética. El órgano, los coros, el temblor del canto: ahí se formó su oído, entre la devoción y el sudor. Desde chico entendió que la música podía ser un idioma del alma, una manera de entrar en contacto con algo más grande. Creció escuchando a Prince y Marvin Gaye, pero también el ritmo seco del hip hop que se colaba por las radios del barrio. Esa mezcla lo moldeó: un artista con la sensibilidad del soul y la crudeza del rap, el groove del cuerpo y la introspección del espíritu.
Esta intersección de influencias en apariencia dispares lo convirtió en un artista único. En él convivían distintas formas de pensamiento —desde lo humano y lo filosófico hasta una mezcolanza musical— que le permitieron construir una mirada crítica, rica tanto en argumentos sonoros como sociales.
En 1995, cuando el mainstream apostaba por la producción limpia y la voz pulida, D’Angelo irrumpió con Brown Sugar y su sonido humano, cálido, imperfecto. Fue el rostro visible de una generación que quería volver a sentir la carne del soul, no su imitación sintética. Su música no buscaba brillar, sino respirar. Con Voodoo llevó esa búsqueda a su límite: baterías fuera de tiempo, bajos que se arrastraban, voces que parecían venir de un trance. Era un disco sobre el deseo, pero también sobre el ritmo interno, sobre cómo se sostiene el pulso cuando todo alrededor acelera.
Con Voodoo, D’Angelo encontró ese sonido característico y deseado: maduro y realista, consistente con sus influencias. Le habla a una espiritualidad y a una sexualidad asentadas, pero con una mirada crítica sobre cómo se venía desarrollando la industria musical. A fines de los noventa, la digitalización avanzaba a pasos agigantados. Y como todo proceso de modernización, en sus primeras etapas la sociedad intenta borrar cualquier rastro del pasado. Esto vino acompañado de una aceleración del consumo y la producción de discos: rápido y eficiente, sin tiempo para respirar. En medio de ese vértigo, D’Angelo se encierra cuatro años con Questlove, Pino Palladino, James Poyser y Roy Hargrove —el grupo que luego sería conocido como los Soulquarians— para grabar un disco profundamente atemporal. Escuchado hoy, en 2025, su sensibilidad sonora sigue siendo moderna. En ese contexto, Voodoo no solo resignificó la estética de su época con canciones extensas y respiradas, sino que también se erigió como una declaración ideológica frente al funcionamiento industrial de la música.
Después vino el silencio. Más de diez años sin aparecer, sin entrevistas, sin giras. D’Angelo desapareció del ruido para encontrarse con lo esencial. Cuando volvió, en 2014, con Black Messiah, ya no era el amante vulnerable de los noventa, sino un testigo del dolor y la resistencia. Su música encontró una vía más directa de expresión política, sin perder la raíz espiritual y sensible que lo había llevado al estrellato. Cantaba contra la violencia racial, pero también por la redención colectiva. En él convivían el cuerpo y la plegaria, el erotismo y la revolución.
Nos toca despedirnos de él. De un amante eterno, pecador insaciable y luchador voraz por su gente y sus raíces. Sé que será recordado mientras exista alguien capaz de sentir la música en cuerpo y alma. Porque D’Angelo no solo cantó: exorcizó siglos de dolor con groove, convirtió la fe en ritmo y el deseo en plegaria. Su voz fue un refugio y una trinchera. Y aunque el silencio lo haya reclamado, su pulso sigue latiendo en cada alma que se atreva a escuchar.

