Qué cosas sirven de verdad? ¿Qué elegimos hacer en nombre de la eficacia? Disparamos contra una realidad cada vez más exigente, que demanda tiempo —ese bien precioso, necesario y maldito. El tiempo corrompe y angustia, destruye y resignifica. En ese limbo uno tiene que aprender a dominarlo, mantenerlo y decidir qué hacer con él para que “sirva mucho”.
El tiempo, entendido como concepto capitalista de una sociedad productiva, apunta a encontrar placer solo en lo ya pasado. Sin la posibilidad de detenerse y pensar en la vorágine de lo momentáneo, en el instante que sucede. Distanciarse y disociarse son malas palabras. Pero no para Máze.
Es difícil escuchar a esta banda sin recordar a El Nota. En ambas discografías conviven respuestas a sociedades modernas perdidas en nuevas formas de convivencia y comunicación, que generaron nuevos interrogantes y problemáticas generacionales. Sin embargo, desde mi punto de vista, la principal diferencia entre ambas propuestas está en los tiempos desde los que cantan. Mientras El Nota parece hacerlo desde una angustia más directa, intentando definir su propio estadio y sus complicaciones sociales, Máze parte de un lugar posterior: ya completamente sumido y absorbido por una nebulosa de sensaciones, donde su objetivo parece ser ordenarlas e incluso ironizar sobre esa melancolía.
Ellos ya saben el rol que ocupan en la sociedad y no intentan ir en contra. Cantan desde el vacío, intentando poner en palabras todo lo que se perdió en un modernismo de carácter productivista y profundamente apático. Conceptos como la distancia para sanar, el tiempo derrochado, la nostalgia de un pasado mejor, la distracción como herramienta o la felicidad colectiva parecen haberse disuelto. Y lo que Máze hace es hablar justamente de las consecuencias que tiene la pérdida de un norte claro en nuestra generación. La ansiedad se vuelve consuelo de un camino destrozado en su andar. Y lo que queda de ese camino, Máze lo junta pedazo por pedazo para ordenarlo y reconstruirlo. No para que vuelva a ser lo mismo, sino para admirarlo.
Sus canciones cargan con una nostalgia melancólica respaldada musicalmente por guitarras pesadas y densas. Capas complementarias que, en conjunto, terminan leyéndose como la suma de partes fragmentadas a la fuerza. Sumado a esto, la voz de Santiago Mazzeo refuerza la sinergia buscada por la banda: pesimista y oscura, su voz recuerda a un paredón alto y ancho que no deja pasar nada ni a nadie. No se inmola.
Las letras terminan confirmando la necesidad de tiempo para todo: para distanciarse, sanar, crecer, entender, distraerse o tomarse en serio. El tiempo es parte fundamental de la idiosincrasia de Máze, porque —como dije antes— es lo más preciado que tenemos: culpable y responsable de nuestras victorias y derrotas, ya sea por su falta o por su exceso.
Hay algo en Máze que no busca decir ni convencer. Más bien, suspende. Como si la banda se moviera en ese punto donde ya no hay nada que reclamar, pero todavía queda algo que sentir. Byung-Chul Han dice que vivimos en la sociedad del cansancio: una época donde el mandato ya no viene de afuera —nadie te obliga—, sino de adentro. Somos nosotros quienes nos exprimimos, quienes queremos rendir, destacar, estar presentes. En ese mundo saturado de estímulos y promesas, la respuesta ya no puede ser la rabia. Lo que queda es el agotamiento: una forma suave de negarse.
Máze parece nacer de ese agotamiento. Su música no grita ni busca redención. Hay una calma que no es paz, una quietud que no descansa. La voz se arrastra entre efectos, los sintetizadores parecen respirar, y cada silencio pesa. No hay euforia ni catarsis: hay una fatiga compartida. Pero en esa fatiga, curiosamente, aparece una belleza nueva. Es como si el cansancio, al hacerse sonido, se volviera también una posibilidad.
Han sostiene que el cansancio puede tener un costado contemplativo, un lugar donde el sujeto deja de competir y empieza a observar. Máze se mueve en ese umbral: donde la melancolía se vuelve sensibilidad, donde la frustración no busca salida sino forma.
Lo que proponen no es una fuga, sino una resistencia mínima: seguir haciendo música aunque todo esté agotado, encontrar una pulsación propia en medio del ruido. En un tiempo donde todo tiene que servir para algo, Máze se permite simplemente sonar. Y en esa decisión, en esa aparente pasividad, hay un gesto profundamente activo. Porque transformar el cansancio en estética —en textura, en clima, en atmósfera— también es una forma de reconstruirse.
En fin, Máze retoma sonoramente lo que dejó la música de la década pasada, con argumentos y construcciones cercanas a lo que fue Tobogán Andaluz, pero con una impronta propia que le da una dimensión más realista a las frustraciones actuales de nuestra generación. Donde lo perdido parece mucho más, pero al final termina siendo el motor para cantarle a los últimos destellos de lo que fue y no volverá.

